Al terminar una
obra, la sensación que se tiene es de estar exprimido, de que tus más claras y
mejores ideas ya las has utilizado. Por ello, a la satisfacción ante la obra
acabada -todo lo que el escritor puede llegar a considerarla así-, se une el
desasosiego del, ¿y ahora qué escribo? ¿Seré capaz de hacerlo mejor, de
superarme?
Es como cuando
finaliza un parto. Ya sabemos en qué condiciones ha venido el bebé, pero
comienzan otras preocupaciones consustanciales a la crianza y supervivencia de
la criatura.
¿Cómo puede sobrevivir
el escritor a su última criatura?, es decir, ¿a sí mismo? La lucha es pertinaz
y casi obscena. Nunca, ¡nunca!, se conoce el resultado. Es una guerra sin fin,
en tanto en cuanto al escritor le quede un soplo de aliento vital para seguir
creando. Después, la paz. La esperanza de que los hijos inmortales -más o menos
relevantes, difundidos o silenciados-, honren la memoria de su progenitor.
Saludos con el viento.