El camino que llevaba al cementerio estaba flanqueado por adormecidas encinas que, igual que guardianes siniestros del lugar, en la negrura de la noche y bajo la sola luz difusa y engañosa de la luna parecía que tomaban la forma de cualquiera de las criaturas tenebrosas que pudieran morar en lo más retorcido de nuestras pesadillas. De fondo y en un alto, el Camposanto, culminado con su cruz, que se alzaba por encima de todo él como una bandera tétrica que avisaba de que te ibas acercando al Reino de las Ánimas.
¡Ah! Las Ánimas… Dios sabe que yo hacía todo lo posible por no pensar en ellas, pero aquel propósito en semejante situación era como pretender bañarte en el mar por tus propios pies sin llegar a pisar la arena.
Por otra parte ¿qué interés podría tener todo aquello si estuviera carente de misterio; sin ese aire macabro que rodea a todo lo relacionado con la muerte; sin la posibilidad de encontrarnos algún espíritu taciturno que nos recordase que esa era su casa, donde no debíamos molestarle?
Hay cierto componente retorcido en el ser humano que le empuja a sumergirse, de manera consciente, en empresas que sabe a ciencia cierta le van a paralizar la saliva en la garganta, y no obstante, ahí va, ciego del enemigo, buscando esa dosis de adrenalina que es necesaria para que la vida no se nos pase por delante como un silencioso e insípido riachuelo y si como una corriente de agua vital, benigna y arrolladora que nos remueve todos los sentidos y les da la vuelta.
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Saludos con el viento